264. Mortal es todo el bien de los mortales (Séneca)

El título original de esta carta de Séneca es «NO DEBE CONFIARSE EN LOS BIENES EXTERIORES». Pongo lo de original en cursiva, porque parece ser que Séneca no dio nombre a cada una de sus cartas, sino que han sido los traductores los que se las han dado a posteriori.

En esta carta, Séneca nos vuelve a recordar que no vamos a estar aquí para siempre, que las personas que queremos tampoco lo van a estar. Es la ley de la Naturaleza. Quizá de esta forma, haciéndonos ver esto, tengamos una mejor perspectiva del asunto de la vida para vivir mejor. Aquí va la carta:

Nunca podrás creer feliz a nadie mientras la felicidad le tenga en suspenso. Apoyarse en débil rama es regocijarse por el bien fortuito: el gozo que viene de fuera saldrá como vino, pero el que brota del interior es fiel y firme, crece y persevera hasta el fin de la vida: 

Todos los bienes que el vulgo admira son fugaces. «¡Cómo! ¿no podremos usarlos con placer?» ¿Quién lo niega? pero con tal de que dependan de nosotros y no nosotros de ellos. Todos los dones de la fortuna son buenos en tanto en cuanto se posea a sí mismo aquel que los posee y no caiga bajo su potestad. 

Yerran aquellos, querido Lucilio, que creen que la fortuna da algo bueno o malo: da la materia para lo bueno o lo malo, y nosotros podemos hacer las cosas buenas o malas. El alma es más poderosa que la fortuna; guía las empresas como le place y se traza camino dichoso o desgraciado. 

El que es malo todo lo convierte en mal, hasta las cosas que aparentemente eran buenas; el justo e íntegro corrige la adversidad de la fortuna, dulcifica con la paciencia los acontecimientos desgraciados y recibe con modestia y agrado los favorables. 

Pero aunque el ánimo sea prudente y todo lo haga con juicio y nada emprenda que sea superior a sus fuerzas, no gozará jamás del bien perfecto y completo que está libre de las amenazas de la fortuna si no permanece firme contra los sucesos imprevistos. 

Observa a los extraños (porque más libre es nuestro juicio cuando se trata de cosas ajenas) o examínate tú mismo imparcialmente y comprenderás y confesarás que no hay nada útil en todas esas cosas que con tanto ardor se desean si no te preparas contra la volubilidad del acaso y la ligereza de la fortuna; si no dices sin disgusto, cuando te ocurra alguna pérdida: Los dioses lo dispusieron de otra manera. 

O más bien, a fe mía, di estas palabras que me parecen más enérgicas y apropiadas para tranquilizar el ánimo: Me den cosa mejor los dioses.

Dispuesto de esta suerte nada puede sorprenderte, y esta disposición se consigue considerando lo que pueden los cambios de las cosas antes de hacerse sensibles: cuando se goza de los bienes, de la esposa, de los hijos como si se les hubiese de perder algún día y como si no se hubiese de ser más desgraciado por haberles perdido. 

El ánimo que se inquieta por el porvenir es desgraciado, nunca gozará de reposo y el temor del mal futuro le hará perder el goce del bien presente. Igual es temer la pérdida de una cosa que el temor de perderla.

No te aconsejo con esto la negligencia. Al contrario, evita todo lo que sea de temer y ordena todo lo que puede prevenirse con prudencia. Prevé con mucha anticipación y, si puedes, evita antes de que sobrevenga todo lo que sea perjudicial. Mucha ventaja será en tales coyunturas permanecer firme y resuelto a soportarlo todo. Puede preservarse de la adversidad el que está dispuesto a soportarla, y en el ánimo sereno nada excita turbulencias. 

Cosa necia y miserable es temer continuamente. ¿No es gran demencia anticipar la desgracia? En fin, para decirte en pocas palabras lo que pienso de esos hombres activos que se inquietan sin cesar, añadiré que son tan intemperantes en sus miserias como antes de que les sobrevengan. 

Se aflige más de lo que debe el que se aflige antes de lo que debe, porque la misma debilidad que le impide esperar el mal evita que pueda conocerlo bien. Su intemperancia le hace imaginar felicidad perpetua y se promete que lo bueno ha de durarle siempre y hasta que aumentará con el tiempo, y olvidando el cambio continuo de las cosas humanas pretende contener la ligereza de la fortuna.

Me parece que Metrodoro dijo admirablemente en la carta de consuelo que escribió a su hermana por la pérdida de un hijo de excelente índole: «Mortal es todo el bien de los mortales». Se refiere a esos bienes tras de los cuales corren todos, porque el bien verdadero no perece jamás; la sabiduría y la virtud son el bien cierto y eterno, y el único inmortal que alcanzan los mortales. 

En lo demás son tan ciegos y piensan tan poco en donde se encuentran que diariamente se asombran cuando pierden algo, aunque saben que lo perderán todo algún día. 

En tu casa tienes todos los bienes de que te crees dueño, pero no te pertenecen; porque nada hay estable para el que se encuentra enfermo, ni eterno para el que es frágil. Es necesario que las cosas perezcan o que nosotros las perdamos, y consuelo sería perder, si supiésemos perderlo sin disgusto, el bien que está destinado a perecer.

¿Qué remedio encontraremos a todas estas pérdidas? El recuerdo de lo perdido y no olvidar el fruto o utilidad que obtuvimos. Se nos puede estorbar poseer, pero no haber poseído. Ingratitud es no agradecer el beneficio después de haberlo perdido. La fortuna, sin duda, nos quita lo que poseíamos pero nos deja el fruto, que perdemos nosotros por la injusticia de nuestro pesar. 

Di en tu interior: «De todas las cosas que parecen terribles no hay ninguna que sea invencible, habiendo sido vencidas ya por muchos. Mucio, venció al fuego; Régulo, al tormento; Sócrates, al veneno; Rutilio, al destierro y Catón, a la muerte».

Venzamos nosotros también algo. Además, los bienes que por apariencia de felicidad atraen los deseos del vulgo merecieron muchas veces el desprecio de los varones esforzados. Siendo dictador, Fabricio, rehusó las riquezas, y siendo censor, las condenó. 

Considerando Tuberón que en él era honrosa la pobreza y hasta para el Capitolio, se sirvió de vasos de barro en aquel festín público en el que demostró que el hombre debe contentarse con lo que sirve hasta para el uso de los dioses. 

Sextio, el padre, rehusó los honores, y aunque nacido para gobernar un día la república, no quiso aceptar la dignidad de senador que Julio César le ofrecía, convencido de que podía quitarse aquello que se daba. Hagamos animosamente algo nosotros; hagamos que se nos cite entre tan bellos ejemplos. ¿Por qué desfallecemos? ¿Por qué desesperamos? Todo lo que en otro tiempo se hacía puede hacerse hoy también. 

Purifiquemos nuestro ánimo y obremos según ordena la Naturaleza, porque el que se aparta de ella se hace esclavo de la codicia, del temor y de la fortuna. Volvamos al verdadero camino, restablezcámonos por completo. Restablezcámonos para poder soportar los dolores nos hieran como quieran, para poder decir a la fortuna: «¡Tienes que luchar con un varón fuerte; busca a quien vencer!»

Con estas palabras y otras semejantes se dulcifica el primer dolor de la herida, que a fe mía, deseo mitigar, sanar o que permanezca donde está y envejezca yo con él. Pero seguro de ello estoy: se trata de nuestro daño, del que el noble anciano se encuentra libre

El sabio no apetece la vida en la vejez más que por amor a aquellos a quienes puede ser útil, y vivir es liberalidad en él. Otro en su lugar habría puesto ya fin a todos sus padecimientos, pero cree que en su estado es tan vergonzoso buscar la muerte como huir de ella. 

«¡Cómo! Si se le aconseja, ¿no marchará?» ¿Por qué no, si ya no puede ser útil a nadie? ¿si no puede hacer otra cosa que sufrir? Esto es, querido Lucilio, aprender la filosofía por la práctica, ejercitarse en el convencimiento de la verdad y poner a prueba la resolución que puede tener el varón animoso contra la muerte y contra el dolor, cuando la una se acerca y el otro ha llegado. Lo que ha de hacerse debe aprenderlo el que lo hace. 

Hasta este momento no hemos hecho otra cosa que discutir si puede resistirse al dolor y si el aspecto de la muerte no es capaz de abatir los bríos mayores. ¿Qué necesidad hay de palabras? 

Vengamos a la experiencia y verás que la muerte no fortalece al sabio contra el dolor, ni el dolor contra la muerte: en sí mismo confía contra los dos; ni por la esperanza de la muerte sufre con paciencia, ni el disgusto del dolor le lleva a morir voluntariamente: soporta el uno, espera la otra. Adiós.


Si quieres tener todas las cartas de Séneca a su buen amigo Lucilio en papel o en formato digital,
las encontrarás en el libro Cartas de un ESTOICO.

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